Jacques Derrida
Oración fúnebre pronunciada durante el sepelio de Emmanuel Levinas
el 28 de diciembre de 1995.
Desde hace tiempo, mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a
Emmanuel Levinas. Sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre
todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adieu aquí, ante él, tan
cerca de él. Esa misma palabra, “à-Dieu”, que en cierto sentido me viene de él.
Una palabra que él me enseñó a pronunciar de otra manera.
Medito sobre lo que Levinas escribió acerca de la palabra francesa
“adieu” –algo que evocaré más adelante– y espero encontrar la entereza para
hablar aquí. Me gustaría hacerlo con las palabras de un niño, llanas, francas,
palabras desarmadas como mi pena.
¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se
permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan
en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el
intercambio íntimo que nos une profundamente al amigo o al maestro muerto,
aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de
manera directamente, de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya
no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder. Con la voz entrecortada,
se dirigen de tú a tú [tutoientt] al otro que guarda silencio; lo invocan sin
circunloquios, lo convocan, lo saludan e, incluso, se confían a él. Esta
necesidad no emana tan sólo del respeto a las convenciones ni es simplemente
una parte de la retórica de nuestra oración. Se trata, más bien, de atravesar
con el lenguaje ese punto en el que nos quedamos sin palabras y –debido a que
todo lenguaje que vuelve al yo, al nosotros, parece inapropiado– de dirigirse
hacia una reflexión que retorne a la comunidad agobiada por la pena, para su
consuelo o su duelo, y hacia lo que se llama en una expresión confusa y
terrible el “trabajo del duelo”. Cuando se ocupa sólo de sí mismo, ese lenguaje
corre el riesgo, en esta inflexión, de alejarse de lo que es aquí nuestra ley
–la ley entendida como rectitud [droiture]: hablar directamente, dirigirse al
otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de
él–. Decir “adios” a él, a Emmanuel, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó
acerca de un cierto Adios.
La palabra droiture –“honestidad” o “rectitud”– es otra palabra que
empecé a escuchar y aprender de manera distinta cuando la escuché en boca de
Levinas. De todos los momentos en los que habla sobre la rectitud, el que
primero me viene a la mente es una de sus Cuatro lecturas talmúdicas;[i] ahí la
rectitud nombra lo que es, como él dice, “más fuerte que la muerte”.
Y abstengámonos de buscar en lo que se dice que es “más fuerte que
la muerte” un refugio o una coartada, un consuelo más. Para definir la
rectitud, Levinas explica, en su comentario sobre el Tractate Shabbath, que la
conciencia es la “urgencia de una destinación que lleva al Otro y no un eterno
regreso al yo”, o también “una inocencia sin ingenuidad, una rectitud sin
estupidez, una absoluta rectitud que es también una autocrítica absoluta, que
se lee en los ojos del que es el objetivo de mi rectitud y cuya mirada me
cuestiona. Es un movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen
en la forma en que regresa una desviación, incapaz como es de trascendencia: un
movimiento más allá de la ansiedad y más fuerte que la propia muerte. Esta
rectitud se llama Temimut, la esencia de Jacob. (QLT, p. 105.)
Meditaciones como ésta pusieron en marcha –como lo hicieron otras
meditaciones, aunque cada una de ellas en forma muy particular– los grandes
temas que el pensamiento de Levinas nos ha revelado: el de la responsabilidad,
en primer lugar, pero la responsabilidad “ilimitada” que excede y precede a mi
libertad, el de un “sí incondicional”, como lo dice en las Cuatro lecturas
talmúdicas, un “sí más antiguo que el de la inocencia espontánea”, un sí
apegado a esta rectitud que significa “fidelidad original a una alianza
indisoluble”. (QLT, pp. 106-8; 49-50.) Las palabras finales de esta Lección regresan,
por supuesto, a la muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte
diga la última palabra, o la primera. Nos recuerdan un tema recurrente en lo
que fue una paciente meditación acerca de la muerte, que siguió el camino
contrario a la tradición filosófica que va de Platón a Heidegger. Antes de
decir lo que debe ser el a-Dios, otros textos hablan de la “rectitud que
permanece hasta el final en el rostro de mi prójimo” como la “rectitud de una
exposición a la muerte, sin defensa alguna”[ii].
No puedo encontrar, ni siquiera desearía tratar de encontrar las
palabras precisas que den el justo valor a la obra de Emmanuel Levinas. Es tan
vasta que sus orillas ya no se pueden ver, y habría que empezar por aprender de
él y de Totalidad e infinito, por ejemplo, cómo pensar lo que es una “obra” –y
lo que es la fecundidad–. Además, no cabe la menor duda, ésta sería una tarea
de siglos de lectura. Hoy, más allá de Francia y Europa –observamos día a día
incontables indicios de esto en un número creciente de publicaciones,
traducciones, cursos, seminarios, conferencias– las repercusiones de su
pensamiento han cambiado el curso de la reflexión filosófica de nuestro tiempo,
así como de la reflexión sobre la filosofía: sobre qué es lo que la relaciona
con la ética o, según otra idea de la ética, con la responsabilidad, la
justicia, el Estado y, por lo demás, con otra idea del orden, una idea que
sigue siendo más actual que cualquier innovación, porque precede absolutamente
al rostro del Otro.
Sí. Ética antes y más allá de la ontología, del Estado o de la
política, pero también ética más allá de la ética. Recuerdo que un día en la
rue Michel-Ange, durante una de esas conversaciones iluminadas por la claridad
de su pensamiento, la generosidad de su sonrisa, el humor sutil de sus elipses,
que recuerdo con tanto aprecio, me dijo: “¿Sabe? con frecuencia se habla de la
ética para describir lo que yo hago, pero lo que finalmente me interesa no es
la ética en sí, sino lo santo, la santidad de lo santo”. Ahí pensé en una
separación singular, la única separación de ese velo que está dado, ordenado
por Dios [donné, ordonnét]; ese velo que Moisés debía confiar a un inventor o
un artista, mejor que a un bordador y que en el santuario, separaría de nuevo
del más santo de los santos, lo mismo pensé también en el hincapie que hacen
otras Lecciones talmúdicas en la distinción necesaria entre la sacralidad y la
santidad, es decir, la santidad del otro, la santidad de la persona, que es,
como Levinas lo dijo alguna vez a a Shlomo Malka, “más santa que una tierra,
incluso cuando la tierra es Tierra Santa. Comparada con una persona ofendida,
esta tierra –santa y prometida- no es sino desnudez y desierto, un montón de
bosques y de piedras”. (Les Nouveaux Cahiers 18, pp. 1-8.)
Esta meditación acerca de la ética y la trascendencia de lo santo
con respecto a lo sagrado, es decir, con respecto al paganismo de las raíces y
de la idolatría del lugar se volvió, por supuesto, indisociable de la reflexión
incesante sobre el destino y la idea de Israel ayer, hoy y mañana. Dicha
reflexión consistió en cuestionar y reafirmar el legado no sólo de la tradición
bíblica y talmúdica, sino también de la aterradora memoria de nuestro tiempo.
Esta memoria es la que aquí dicta cada una de mis oraciones, ya sea de cerca o
de lejos, incluso sabiendo que Levinas protestaba de vez en cuando contra
ciertos abusos autojustificatorios a los que esa memoria y la referencia del
Holocausto han dado pie.
Más allá de las acotaciones y las preguntas, quisiera simplemente
agradecer a alguien cuyo pensamiento, amistad, confianza y “bondad” (y doy a la
palabra bondad todo el significado que se le da en las últimas páginas de
Totalidad e infinito ) han sido para mí, como para tantos otros, una fuente
viva; tan viva y constante que no puedo pensar lo que hoy le está pasando a él
o me está pasando a mí. Me refiero a esta interrupción, a esta respuesta
sin-respuesta que, para mí, nunca llegará a su fin mientras yo esté vivo.
La no-respuesta: sin duda recordarán que en el notable curso que
impartió entre 1975 y 1976 (hace exactamente veinte años) sobre La muerte y el
tiempo, allí donde define la muerte como la paciencia del tiempo y se entrega a
un encuentro enorme, crítico y lleno de nobleza con Platón, Hegel y, particularmente,
con Heidegger, Levinas define una y otra vez la muerte –la muerte que
“encontramos” ... “en el rostro del Otro”– como la no respuesta; dice: “es la
sin-respuesta”. Y más adelante: “Hay aquí un final que siempre tiene la
ambigüedad de una partida sin retorno, de un llegar a su fin, pero también de
un escandalo (¿es realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de
mi responsabilidad”[iii].
La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni el no ser ni la
nada, sino una cierta experiencia para el sobreviviente de la “sin-respuesta”.
Tiempo atrás, Totalidad e infinito ya había cuestionado la interpretación
tradicional “filosófica y religiosa” de la muerte como “el paso a la nada” o
“el paso a otra existencia”. Identificar la muerte con la nada es lo que le
gustaría al asesino, como Caín por ejemplo, que –piensa Levinas– debe haber
tenido esa noción de la muerte. Sin embargo, incluso esta nada se presenta como
una “suerte de imposibilidad” o, más precisamente, como una interdicción. El rostro
del Otro me prohibe matar; me dice: “no matarás”, incluso si esta posibilidad
es el supuesto de la prohibición que la hace imposible. Esta pregunta sin
respuesta es irreductible, primordial, como la prohibición de matar, más
antigua y decisiva que la alternativa de “ser o no ser”, que no es ni la
primera ni la última pregunta. “Acaso ser o no ser no sea la pregunta por
excelencia”, dice otro de sus textos. (C, p. 151.)
De todo esto quiero deducir que nuestra tristeza infinita debería
alejarse de lo que en el duelo la lleve hacia la nada, es decir, hacia eso que
sigue vinculando –así sea de manera potencial– la culpa con el asesinato.
Cierto, Levinas habla de la culpa del sobreviviente, pero se trata de una culpa
que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, una responsabilidad confiada, y
confiada en un momento de emoción sin paralelo, el momento en que la muerte se
revela como la excepción absoluta. Para expresar esta emoción sin precedentes,
la que siento aquí y comparto con ustedes, la que nuestro sentimiento de
propiedad nos impide exhibir, y para poner en palabras, sin ánimo de confesión
o exhibición personal, cómo esta emoción tan singular se relaciona con la
responsabilidad que nos es delegada y confiada como un legado, permítanme, una
vez más, que sea Levinas el que hable. Aquel cuya voz hoy me gustaría tanto
escuchar cuando dice que la “muerte del otro” es la “primera muerte”, y que “yo
soy responsable del otro en la medida en que es un mortal”. Escuchemos el curso
de 1975 y 1976:
La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parecería ser a
primera vista, un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola
presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma. Alguien que se
expresa en su desnudez –el rostro– es de hecho alguien en la medida en que me
busca, en la medida en que se pone bajo mi responsabilidad: ahora debo
contestar por él, ser responsable de él. Cada gesto del Otro es una señal
dirigida hacia mí. Para regresar a la clasificación esbozada anteriormente: mostrarse,
expresarse, asociarse, serme confiado. El otro que se expresa me es confiado a
mí (y no existe deuda con respecto al Otro –porque lo que se debe es impagable:
nunca estaremos a mano–) [Más adelante se hablará de una “obligación más allá
de toda deuda”, porque el yo que es lo que es, singular e identificable, sólo
es a través de la imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente
ahí donde la “responsabilidad por el Otro”, la “responsabilidad del rehén” es
una experiencia de sustitución y sacrificio]. El Otro me individualiza en esa
responsabilidad que yo tengo de él. La muerte del Otro me afecta en mi
identidad como un yo responsable... constituido por una responsabilidad
imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta
es mi relación con su muerte. Es desde ese momento, en mi relación, en mi
deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente.
(MT, pp. 14-15; cita entre paréntesis, p. 25.)
Y un poco más adelante:
La relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin
importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la
vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una
aspiración (ni una visión del ser como en Platón, ni una aspiración hacia la
nada como en Heidegger), una relación meramente emocional, que se mueve con una
emoción que no está compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de
nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un movimiento, una
inquietud en lo desconocido. (MT, pp. 18-19.)
Desconocido está subraydo. “Desconocido” no es el límite negativo de
alguna forma de conocimiento. Este no-saber es el elemento de amistad u
hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la distancia infinita
del otro. “Desconocido” es la palabra escogida por Maurice Blanchot para el
título de un ensayo, “Conocimiento del desconocido”, que dedicó al que había
sido, desde el momento de su encuentro en Estrasburgo en 1923, el amigo, la
amistad misma del amigo.
Sin duda, para muchos de nosotros, para mí ciertamente, la fidelidad
absoluta, la amistad ejemplar de pensamiento, la amistad entre Maurice Blanchot
y Emmanuel Levinas fue una gracia, permanece como una bendición de nuestros
tiempos y, por más de una razón, como una fortuna, es decir: una bendición para
quien tuvo el enorme privilegio de ser amigo de cualquiera de los dos. Para
escuchar hoy y aquí a Blanchot hablar para Levinas y con Levinas, como yo tuve
la fortuna de hacerlo en su compañía un día de 1968, cito un par de líneas.
Después de nombrar lo que nos “cautiva” en el otro y de hablar sobre un cierto
“rapto” (palabra utilizada con frecuencia por Levinas para hablar de la
muerte), Blanchot nos dice (L’entretien infini, pp. 73-74):
No debemos perder la esperanza en la filosofía. En el libro de
Emmanuel Levinas [Totalidad e infinito] –donde, me parece, la filosofía de
nuestro tiempo ha alcanzado, como nunca antes, la elaboración más sobria y que
cuestiona de nuevo, como cabría esperarlo, nuestras formas de pensamiento e
incluso nuestras dóciles reverencias ante la ontología– se nos invita a
hacernos responsables de lo que es, en esencia, la filosofía y aceptar, con
toda la intensidad y el rigor infinito que le son posibles, la idea del Otro;
es decir, la relación con el otro. Es como si encontráramos una nueva vertiente
en la filosofía y un salto que ella y nosotros mismos nos viéramos urgidos a
realizar.
Si la relación con el otro presupone una separación infinita, una
interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué sucede en el momento en que esa
interrupción surge de la muerte para hacer un vacío todavía más infinito que la
separación anterior, una interrupción en el centro de la interrupción misma?,
¿dónde y a quién le sucede? No puedo hablar de esta agobiante interrupción sin
recordar, como muchos de ustedes sin duda lo hacen, la ansiedad ante la
interrupción que yo pude sentir en Emmanuel Levinas cuando, al teléfono por
ejemplo, parecía temer en todo momento que se cortara la comunicación, temer el
silencio o la desaparición, la sin-respuesta del otro a quien llamaba y a quien
trataba de aferrarse con un “hola, hola” después de cada frase y, en ocasiones,
a la mitad incluso de la frase.
¿Qué pasa cuando un gran pensador se sumerge en el silencio, uno a
quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos y también escuchamos, de
quien todavía esperábamos una respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no
sólo a pensar de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya
habíamos leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas más
que creíamos haber reconocido con su rúbrica?
Esta experiencia con Emmanuel Levinas, así lo he aprendido, es
interminable, al igual que todas las reflexiones que son fuente y origen;
porque nunca dejaré de empezar o empezar de nuevo a pensar en ellas como el
fundamento del comienzo renovado que me ofrecen, y volveré a descubrirlas una y
otra vez en casi cualquier tema. Cada vez que leo o releo a Levinas me siento
colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que no es una
limitación sino una fuerza amable que obliga y nos obliga, por respeto al otro,
a no deformar ni torcer el espacio de pensamiento, sino a ceder ante la
curvatura heterónoma que nos relaciona con el otro en su completud (o sea, con
la justicia, como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse: “la
relación con el otro, es decir, la justicia”), que responde a la ley que de esa
forma nos convoca a ceder ante la anterioridad infinita de lo radicalmente
otro.
Así llegó, al igual que esta convocatoria, a alterar discreta pero
irreversiblemente las ideas más poderosas del fin del milenio, empezando por
las de Husserl y Heidegger a quienes, de hecho, Levinas introdujo en Francia
hace ya sesenta y cinco años. Este país que tanto apreciaba por su hospitalidad
(y Totalidad e infinito –p. 305– no sólo muestra que “la esencia del idioma es
bondad”, sino que “es amistad y hospitalidad”), esta Francia le debe a él,
entre otras cosas, entre tantas contribuciones significativas, al menos dos
acontecimientos nodales del pensamiento, dos actos inaugurales que hoy son
difíciles de aquilatar, porque han sido incorporados al cuerpo de nuestra
cultura filosófica después de haber transformado su paisaje.
Uno fue, para decirlo brevemente, la primera introducción a la
fenomenología de Husserl, iniciada en 1930 con traducciones y lecturas
interpretativas, que irrigaría y fecundaría tantas corrientes filosóficas
francesas. Después, o mejor dicho al mismo tiempo, concibió la introducción al
pensamiento heideggeriano, que no fue menos importante para definir la
genealogía de muchos filósofos, profesores y estudiantes franceses. Husserl y
Heidegger a un mismo tiempo a partir de 1930.
Anoche releí unas páginas de ese prodigioso libro que fue para mí,
así como para tantos otros antes que yo, la primera y mejor guía. Escogí unas
cuantas frases que han dejado su marca en el tiempo y que nos permiten medir la
distancia que nos ayudó a cubrir. En 1930, un joven de veintitrés años dijo en
el prefacio que releí anoche y releí sonriendo, sonriéndole: “El hecho de que
en Francia la fenomenología no sea una doctrina conocida para todos ha sido un
problema constante para escribir este libro”. O al hablar de la “poderosa y
original filosofía” del “señor Martin Heidegger, cuya influencia se siente a
menudo en este libro”, el mismo libro recuerda que “el problema ocasionado aquí
por la fenomenología trascendental es un problema ontológico en el sentido
preciso que Heidegger le da a este término”. (Théorie de l’intuition dans la
phénoménologie de Husserl, p. 7.)
El segundo acontecimiento, el segundo cisma filosófico, diría yo el
feliz traumatismo que le debemos (en el sentido de la palabra traumatismo que
le gustaba recordar, el “traumatismo del otro” que viene del Otro), es que al
leer con cuidado y reinterpretar a los pensadores que acabo de mencionar, pero
también a tantos otros, filósofos como Descartes, Kant y Kierkegaard,
escritores como Dostoyevski, Kafka, Proust, por mencionar algunos –y difundía
sus palabras a través de publicaciones, cursos y lecturas (en l’École Normale
Israélite Orientale, en el Collège Philosophique y en las universidades de
Poitiers, Nanterre y La
Sorbonne )–, Emmanuel Levinas desplazó paulatinamente el eje,
la trayectoria e incluso el orden de la fenomenología u ontología, que él había
introducido en Francia desde 1930, hasta lograr moldearlos con rigor y bajo una
condición inflexible y simple. Una vez más, Levinas cambió por completo el paisaje
sin paisaje del pensamiento, y lo hizo en una forma digna, sin polémica, desde
su interior, con fidelidad y desde lo lejos, desde la atestación de un lugar
completamente diferente. Creo que lo que ocurrió ahí, en esta segunda
navegación, en esta segunda ocasión en que nos lleva más lejos aún que en la
primera, es una mutación discreta pero irreversible, una de esas provocaciones
singulares, poderosas y raras que se dan en la historia y que, durante más de
dos mil años, han marcado de manera indeleble el espacio y el cuerpo de lo que
acaso es, o es diferente, a un simple diálogo entre el pensamiento judío y sus
otros, las filosofías de origen griego o, en la tradición de un cierto “heme
aquí”, los otros monoteísmos abrahámicos. Esta mutación ha pasado, ha sucedido
por él, por Emmanuel Levinas que fue consciente de esa inmensa responsabilidad
de una manera, creo yo, a la vez transparente, confiada, tranquila y modesta,
como un profeta.
Uno de los indicios de las repercusiones de esta onda histórica de
choque es la influencia de su pensamiento más allá de la filosofía y del
pensamiento judío, en varios círculos de la teología cristiana, por ejemplo. No
puedo olvidar el día en el que, durante una reunión del Congrso de los
Intelectuales Judios, mientras los dos escuchábamos la ponencia de André Neher,
Emmanuel Levinas me dijo en un aparte con esa suave ironía que nos era tan
familiar: “Ya lo ve usted, él es el judío protestante y yo soy el católico”
–agudo comentario que invitaría a una larga y seria reflexión.
Todo lo que ha pasado aquí ha pasado a través de él, gracias a él, y
hemos tenido la suerte no sólo de recibirlo en vida, de él en vida, como una
responsabilidad delegada por los vivos a los vivos, sino también de debérselo
mediante una deuda ligera e inocente. Un día, hablando con Levinas sobre sus
investigaciones acerca de la muerte y de lo que le debía a Heidegger en el
mismo momento en que se estaba alejando de él, escribió: [La muerte y el
tiempo] “Se distingue del pensamiento de Heidegger y lo hace a pesar de la
deuda que todo pensador contemporáneo tiene con Heidegger –una deuda que con
frecuencia nos pesa-” (MT, p. 8). La buena fortuna de nuestra deuda con Levinas
es que nosotros podemos, gracias a él, asumirla y afirmarla sin pesar, en la entusiasta
inocencia de la admiración. Se trata del orden de este sí incondicional del que
hablé antes y frente al que se responde “sí”. Este pesar, mi pesar, es no
habérselo dicho y no habérselo demostrado suficientemente en el curso de los
treinta años durante los que, en la reserva del silencio, a través de
conversaciones breves y discretas, de escritos que eran demasiado indirectos o
cautos, nos dirigíamos con frecuencia entre nosotros lo que yo ni siquiera
llamaría preguntas o respuestas, sino tal vez, para usar una más de sus
palabras, una suerte de “pregunta, ruego”, una pregunta-ruego que, como él
dijo, es anterior incluso al diálogo.
Esta misma pregunta-ruego que me encaminó hacia él, acaso compartida
en la experiencia del a-Dios, con la que empecé. El saludo del a-Dios no
significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa
“alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”. El a-Dios saluda al
otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”.
“El a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre
a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo
temer” (C, p. 150). Dije que no quería simplemente recordar lo que él nos confió del
a-Dios, sino en primer lugar decirle adiós, llamarlo por su nombre, decir su
nombre, su primer nombre, de la manera en que se le llama en el momento en el
que si ya no responde, es porque él responde en nosotros, desde el fondo de
nuestros corazones, en nosotros pero antes que nosotros, en nosotros ante
nosotros, -llamándonos, recordarnos: “a-Dios”.
Adiós, Emmanuel.
Jacques Derrida
[i] E. Levinas, Quatre lectures talmudiques. Se abrevia como QLT. Las notas son de P. Brault y M. Naas (Critical
Inquiry, Autumn 1996).
[ii] J. Derrida se refiere a “La conscience non-intentionnelle”,
publicado en Entre nous: Essais sur le penser-à-l’autre, p. 149. En lo
sucesivo, abreviado como C.
[iii] E. Levinas, Le mort et le temps, pp. 10, 13, 41-42. En lo
sucesivo, abreviado como MT.